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El fuego, los tambores, el circo...

La muerte, cercana, inevitable

Publicado por editor | 3/30/2005 12:35:00 a.m. | 0 comentarios »

I
Una tarde de mi infancia, en que el cielo nublado retumbaba y se avalanzaba sobre el campo de Los Altos de Jalisco mojando la roja tierra fértil, mi padre llegó a nuestra casa de adobe llorando.
Con su pañuelo colorado, mi padre secaba sus lágrimas mientras platicaba a mi madre, entre sollozos, que había muerto José, un hombre cuyo rostro no recuerdo en mi memoria infantil, pero que ya entonces supe que era un amigo apreciado por él.
José estaba arando la tierra, detrás de una yunta de bueyes. Mientras el cielo rugía en lo alto y gruesas gotas empapaban el campo alteño, en su mano empuñaba un otate (una vara que en la punta llevaba un chuzo de metal terminado en punta), con el que acicateaba a los bueyes para que jalaran el arado que se enterraba en la tierra roja. En el otro extremo, el otate tenía una coa (una hoja de metal enroscada al final de la vara y terminada en agudo filo), con la que José seguro desbarataba los terrones grandes.
La fricción de las gruesas y negras nubes allá arriba en el cielo formó una tensión que buscó el camino mas corto a la tierra. Un veloz rayo bajó del cielo y encontró la punta metálica del otate de José. Su muerte fue instantánea. Murió, como mueren muchos campesinos, sin tomar precauciones y empeñado en avanzar en la labor. Desafío la fuerza invencible del rayo, de la tormenta, de la Tierra.
Muchos detalles de esta historia los conocí y razoné al paso de los años. Pero la imagen de mi padre llorando por la muerte de un querido amigo es una de las primeras que tengo respecto de la muerte.
Al escribir estas líneas he recordado entero ese momento y me he estremecido, un nudo en mi garganta me ha obligado a detener el aleteo de las manos en el teclado.
La muerte, esa cita final, ineludible y siempre al acecho me tocaba, tocaba a mi padre y a mi madre, nos tocaba en un veloz pero firme aviso de su posibilidad tan inmediata como azarosa.

II
Abelina, hija de mis tíos Lorenzo y Rosario, era una niña regordeta que se ganó el cariño de mis tías solteronas Angélica y María.
Una gran foto de estudio, seguramente de Foto Ibarra, presidía la recámara de mis tías. El eje de la vida de esas dos mujeres era Abelina, que dejó la casa de sus padres para vivir en la de los abuelos.
En los ojos de Abelina se miraban mis tías, especialmente Angélica.
Un día Abelina murió. Mi memoria no guarda la causa, no guarda demsaiados detalles, apenas en un leve relámpago la recuerdo dentro de un pequeño ataúd.
La muerte es una garra que te violenta, que te arranca las entrañas de cuajo, que te sacude y te muestra en tu miserable existencia.
La muerte del ser querido te hace desear la propia para no habitar, para no ser, para no estar en un mundo sin la persona amada.
¿Por que la muerte de otra, de otro, de otros, es una muerte en vida para ti? ¿Qué falta capital has cometido para merecer un castigo que te devora por dentro, que te asesina, que te levanta en vilo y te sacude mostrando la fragilidad que te habita desde la médula de los huesos?

III
Un domingo, mi madre llegó a visitar a mi abuela Felícitas a su casa de Arandas. Alcanzó a llegar para contemplarla viva unos minutos y sostenerla en sus brazos mientras la vida se le escababa en un suspiro, rúbrica de una larga enfermadad que la mantuvo en cuartos de hospital durante meses.
Con el dolor propio de un nieto que cada domingo iba a platicar con ella para reírme con su excelente buen humor, a recordar los buenos tiempos de una vida que inició en una hacienda jalisciense, tuve que ser fuerte para sostener a mi madre que se desmoronaba en mis brazos ante la muerte de quien ella amaba.
Solo cuando el ataúd bajaba al encuentro con la tierra me permití llorar a mi querida abuela, sin descuidar ami madre. Después nada.
Pero unos meses después, en una cantina, el nieto de una hermana de mi abuela me contó su parentezco y el aprecio que a Felícitas tenía. No recuerdo cuánto lloré sobre la barra con la cabeza entre los brazos. Solo se que en ese momento me entregué al dolor y derrame las lágrimas que había guardado durante semanas, meses, de callada tristeza.
Después, acompañado de mi madre visité la casa del rancho, en la que junto a mi abuelo vivió ella y sentado en las piedras del patio, entre las plantas que se marchitaban si su mano generosa que las atendiera, volví a llorar sin consuelo.
Lo se, llorar no te devuelve al ser querido pero es la liberación del dolor por la pérdida irreparable que sufres.
No tengo una imageno una foto de mi abuela muerta en el ataúd, no quise verla. Guardo su cara risueña, sus gestos juguetones, su semblante serio meneando la cazuela, su certeza ante la vida, su voluntad para vivir sin quejarse demasiado y dando gracias a la vida por esas pequeñas cosas que ya Violeta Parra detalló.

IV
A propósito del triunfo de Terri Schiavo, que ha ganado, por medio de su esposo, la batalla para poder morir sin el infierno de una vida artificial, José Blanco ha escrito un texto en La Jornada, que de pronto me ha traido esos recuerdos imborrables, dolorosos pero nítidos, de la cercanía con la muerte. Acá en Plaza de la Patria también he puesto algunos comentarios mas.

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